El otro día hubo entrega de medallas en el Patronato deportivo de la ciudad donde vivo. Se hizo larguísima la ceremonia. Hubo medallas para todos. Ganadores y perdedores. A uno de mis hijos le tocó ganar. Al día siguiente, perdieron con los ganadores del pueblo de al lado. También le dieron medalla. Así que ahora tenemos un medallero digno de Usain Bolt. Fue entonces cuando me acordé de este reportaje sobre cómo el culto a la autoestima de los niños estaba acabando con algunos de ellos en el psicólogo cuando llegan a la veintena. O sea, a un mundo más real.
La escritora, psicóloga de profesión, se da cuenta de que llegan a su consulta veinteañeros desdichados y tira de manual. ¿Qué libro? Pues el de “Algo le harían sus padres”. Y no. No es eso. Le empiezan a contar que sus padres les apoyaron en cada aventura, que les dijeron lo maravillosos que eran todos y cada uno de los garabatos que pintaron, que se extasiaron cuando fue capaz de sumar mientras les acompañaban haciendo los deberes, que le animaron en cada partido de fin de semana. Entonces, es cuando ella se da cuenta de que esa puede ser la razón, haber criado a unos hijos que no saben que la vida puede ser injusta, que los hay mejores que tú, que no todo el mundo está dispuesto a decirte que eres maravilloso.
Cuenta la autora que, pese a los estilos pendulares de educar de distintas generaciones, los padres siempre han querido hijos felices. Lo que ha cambiado, dice, es el concepto de felicidad. La queremos y buscamos a toda costa y, en los hijos, creemos que es evitarles cualquier frustración. Al final, lo mismo que el exceso de higiene está probado que desarrolla enfermedades autoinmunes, porque nuestras defensas se aburren sin nada que hacer, hay especialistas que mantienen que ahorrarles durante tantos años malas noticias, tenerles entre esos algodones, hace que el mínimo problema les parezca una tragedia. Y se empieza haciendo los trabajos de los hijos en el cole –sí, yo también lo he hecho, sobre todo al ver esos volcanes de otros niños y comprobar el churro que hizo uno de mis hijos él solo— pero se puede acabar por pedir tutoría con el profesor de la universidad. Ya está pasando.
Ahora que a los adultos nos bombardean con la necesidad de ser resilientes, de saber afrontar las dificultades, no puede ser que les ahorremos todas a nuestros hijos. Según los psicólogos citados en el artículo, puede estar pasando que hayamos hecho de la felicidad de nuestros hijos el centro de nuestras vidas, sobre lo que gira todo lo demás. Y con eso puede ser que no les estemos haciendo muchos favores. Además, todo se relaciona con la falta de tiempo a veces –para el rato que estoy con ellos, ¿me lo voy a pasar regañando?—y con que ahora son menos hijos que antes y, en muchas ocasiones, muy deseados y buscados.
En EEUU, ese afán porque el niño sea feliz, ha llegado a que en algunos campamentos de verano se diga que “no son competitivos”, no vaya a ser que el niño se traumatice si no gana la medalla. Por eso me acordé el otro día del artículo. Con actitudes así, podemos estar contribuyendo a una Epidemia de narcisismo, título de un libro de psicólogos de la Universidad de San Diego, que alertan sobre la actitud de decir “buen trabajo” cada vez que los niños se atan los cordones. Los padres intentan que se sientan bien con ellos mismos y acaban con que se sienten, injustificadamente, mejores que los demás.
Por todo esto, en el método Smartick nos gusta, primero, que el niño lo haga SOLO. Que ese tiempo, los padres lo dediquen a lo que quieran. Que el niño vea que se equivoca. La cruz roja. Le ha salido mal. Lo puede hacer major. Lo va a conseguir. Que el informe diga que lo puede hacer mejor y más rápido o no. Que está bien. Que entre en su club social y vea que hay otros niños que lo han hecho con más regularidad y que han conseguido más tics. O no. Pero que no pasa nada por ver los errores, corregirlos y celebrar a quien lo hace muy bien, incluso mejor que nosotros. Porque la vida es así. No es fácil. Conviene que lo vislumbren. Les hacemos un favor. Si nos obsesionamos, acabaremos yendo con ellos a la revisión de examen a la universidad. Y no es plan. Para nada.
Yo seguiré acumulando medallas y explicando que las hay distintas. Ellos que sigan, cuando se lo merezcan, colocando diplomas en su estantería virtual de Smartick. Espero no llegar a esa situación que cuentan en el artículo del Atlantic, donde no se lleva la cuenta de los goles o de las canastas y hay medallas para el más esforzado, simpático, educado, etc. En el mundo hay competencia. Y, como dice una psicóloga en el reportaje, es mejor frustrarse un poco a los seis años, que del todo a los 26.
Libros citados:
- The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement, por Jean M. Twenge y W. Keith Campbell
- Raising everyday heroes, por Elisa Medhus
Para seguir aprendiendo:
- “Smartick me ayuda con los deberes de mis hijos”
- Autoestima buena y mala respecto a las matemáticas
- «Tiene talento matemático. En el colegio se aburría porque podía hacer mucho más»
- 10 consejos para que los niños hagan solos los deberes
- Smartick nos ha mostrado las capacidades y potencialidades de nuestros hijos